Hubo una época en la que las copas no eran exclusivas para una sola persona, en la que se pedía que la sal se tomara con la punta del cuchillo para evitar ensuciar con los dedos el salero que todos usaban y en la que no era una preocupación poner los codos en la mesa o hablar con la boca llena.
Nos imaginamos que todo esto ocurriría como en las series o películas medievales, en las que los banquetes eran pequeños (o grandes) excesos alrededor de los alimentos, y en donde, obvio, la higiene no era el común denominador. Pero hay un hecho que muchos creen definitivo, que da un punto de partida importante al tema de la etiqueta: la creación de la corte. Las buenas maneras se hicieron necesarias, debido a que la nobleza, se comentaba en esa época, no se llevaba solo en la sangre sino en la forma de comportarse ante el rey.
Una investigación de El Comidista, sección especial de gastronomía del diario El País, de España, cuenta que se hicieron necesarias nuevas normas para separar al rey de los nobles, a los grandes aristócratas de los menores y a los religiosos de los laicos. “Cada vez fue más habitual disponer de plato, vaso, servilleta y cuchillo individuales y de distintos materiales, de modo que hubo que especificar sus usos, a la vez que se daba mayor importancia a la higiene, la privacidad y el decoro”.
La etiqueta en la mesa de monarcas, nobles y altos jerarcas del clero fue refinándose en la Europa medieval, narra otra investigación registrada en la revista Muy Interesante, pero hasta el siglo XVI no se generalizaron, en las mejores casas, las costumbres de comer con el tenedor y no con las manos, y el limpiarse con servilletas en lugar de con el mantel.
La servilleta, al principio, era comunitaria: una gran tela en la que cada comensal tenía derecho a una porción. Se registra que alrededor de 1332, el Libro de la orden de caballería de la banda de Castilla recomendaba a los caballeros “no comer manjares sucios y nunca sin manteles, a no ser que se tratara de fruta o estuvieran en guerra. Se esperaba que una mesa decente estuviera cubierta con un mantel grande y otros más pequeños que marcaban el sitio de cada comensal, con una especie de servilleta común que colgaba del borde de la mesa y en la que todos se podían refrotar alegremente las manos”.
En el siglo XVI, continúa la investigación de El Comidista, se experimentó un profundo interés por las reglas de etiqueta y el protocolo. Los buenos modales eran indispensables si se quería mejorar la posición en la corte, y el humanismo renacentista comenzó a dar importancia a la civilidad y urbanidad. En 1530, Erasmo de Rotterdam publicó De la urbanidad en las maneras de los niños, que aconsejaba no apoyar los codos en la mesa y sentarse erguido.
En los siglos XVIII y XIX, los manuales de cortesía y buenas maneras se convirtieron en éxitos editoriales y en una clave para alcanzar sueños burgueses. Y lo que fue más revolucionario aún, se fueron introduciendo normas acerca de cómo extender o agradecer una invitación.
Hasta los antiguos trovadores recitaban sobre los buenos modales. La etiqueta ha venido evolucionando y se adapta a las nuevas necesidades y, puede que no seamos reyes, pero bien que escuchamos una vocecita interior que nos dice que la etiqueta nunca, nunca, pasará de moda.